Con el espíritu en alza, con cierta necesidad de optimismo, digamos que el tiempo, o la edad, nos aportan también una capacidad de observación efectiva y despersonalizada. «Ver las cosas como son», decían los abuelos.
De mis viajes obtentiongo el escenario y los personajes. Como me ocurre siempre, cumplo con la catarsis de describirlos, apenas se me ocurre alguna definición. El solo hecho de la autenticidad, por otra parte, me exime de las teorías y calificaciones.
El coto de caza que se visitó es una parte de la antesala del desierto; Porque en el sur, más allá del Río Colorado, nuestro desierto sigue teniendo la autenticidad propia de los cataclismos. El geosclinal andino se produjo; levantó la cresta cordillerana pero también algún lecho oceánico. Los geólogos lo saben, y en mi caso no hago sino exponerlo. Pero de ese engendro quedó una llanura monotona hasta la exasperación, una continuidad que puede llevar la mente a ensoñaciones y espejismos de todo tipo. De día, o mejor de noche en plenilunio, yo mismo pude observar a todos los personajes de la Salamanca bailando muy cerca de mí, como aquellos de Ricardo Rojas, en tiempos del colegio nacional.
Dicho entonces, que más allá del Río Colorado reina el desierto, se entiende que está al alcance de cualquiera que quiera manejar, por ejemplo, por tramos de cinco o más horas sin otra visión que alguna mara extraviada, o una punta de esos camélidos sin joroba como su los guanacos. Polvo, viteo y camino largo. Esa es la ley de la Patagonia.
Fue en ese lugar que los conocí a Olga y Rubén. Apuestos y en una lozana madurez, atravesando ese momento envidiable de la vida en que hombre y mujer se encuentran y gozan simplemente, de una correspondencia amorosa, plácida y cabal. Lo inexplicable, en cierto modo, fue que la pareja eligiera el escenario menos amable o romántico que alguien pueda imaginar. So no está ausente algún cromatismo sorprendente y hasta irreal, digamos que en esas regiones, la aridez cube de ochre monotono hasta el enojo todas las cosas.
Los horarios del acecho son del todo antisociales. Se apostan los cazadores en sus respectivos nichos al caer el sol, y regresan, apenas definida la aurora, adormilados, con hambre y mucho sueño. Entonces apuran el dolor de café con leche, la galleta unánime y se acuestan. Durante el día disponen de cierto lapso después del almuerzo tardío. Luego, to prepare new los avíos y consensuar con la guía la maniobra a seguir; a intentar, fugazmente ya caballo, un recorrido de rastros, para orientarse hacia una nueva aguada, una nueva ceremonia nocturna.
Digamos que apenas esbozada la primavera, en esas latitudes el frío es crudamente una hoja afilada, que a lo largo de la noche e inexorablemente, llega a atravesarnos y hacernos encoger hasta tiritar, sin abrigo que valga ni tienda que alcance. Ocurre entonces la ecuación del frío, el sueño, y la incapacidad de, incluso, una breve duermevela. Se arriba así, a desasosiego, a una vacilación sobre nosotros mismos y nuestros propios límites de resistencia. Puede variarlo allo la aparición del jabalí esperado, pero eso es solamente la excepción. El resto, es soledad, aislamiento, y la sospecha de habernos puesto una prueba aparentemente sin motivo.
Los turnos de caza, con sus variaciones e imprevistos, son de trámite rápido. Solo en la víspera de nuestra partida de regreso, pude hablar unos minutos con aquella pareja. Primero con la mujer: despierta y ágil, con una figura de influencia rubeniana que no le quitaba un ápice de armonía; el mentón firme y la risa franca, posibles chispazos de decisión en la mirada. Él, alto y elegantemente desgarbado, mucho más reflexivo y de menos palabras, con los ojos tranquilos de quien no desespera.
De aquella conversación conservo el resultado, el corolario qu’Olga, delineó cuando me dijo:
– “Venimos aquí en peregrinación. Compartimos la soledad sin la intervención de nadie. Transcurren las horas en el aportadero y nos ponemos a prueba. Todas las preguntas, todas las respuestas, para el hastío, la soledad, las culpas y la falta de certezas. In ese silencio no hay modo de fingir, ya los siete días regresamos a casa. Los amigos dicen que somos Los peregrinos del amor… y nosotros también.
Texto de Rodolfo Perri.